En cada ser humano existe un deseo natural e irreprimible de felicidad. Por lo
tanto, ninguna persona en su sano juicio aspira a la desdicha, a la frustración, al vacío, al
absurdo o al sin sentido.

Por haber sido creados por Dios como seres inteligentes y libres, existen en
nuestros corazones aspiraciones profundas que, aunque quisiéramos, no podemos
erradicar. Me refiero a la aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, al sentido y, en
definitiva al amor, buscando con ello una vida plena, una vida lograda.

Sin embargo, en ocasiones corremos el riesgo de confundir la felicidad con el
bienestar, con el placer, con la ausencia de problemas, con el éxito profesional, o
económico, etc. En este sentido, conviene distinguir claramente entre felicidad y
bienestar, entre felicidad y placer.

¿Cómo podríamos definir la felicidad? Adelanto que no es mi intención y tampoco
mi campo de competencia ofrecer alguna definición académica o filosófica acerca de la
felicidad, pero pienso que podemos entenderla como un estado o condición interior que
experimentamos cuando alcanzamos determinados bienes y metas, pero sobre todo
cuando se satisfacen nuestros anhelos más profundos como el bien, la verdad, el amor, la
paz, etc., en definitiva, cuando permitimos que Dios mismo llene nuestros corazones. Así
lo había comprendido san Agustín y lo dejo escrito en sus famosas Confesiones: “Nos
hiciste Señor para ti y nuestro corazón no descansará hasta que no descanse en ti”.

Insisto en que es relativamente fácil confundir la felicidad con el bienestar, el
placer, el éxito, el poder, la posesión de algunos bienes, la ausencia de dificultades, etc.
Sin embargo, nada de eso, puede llenar el corazón humano, no lo puede colmar ni
satisfacer plenamente.

Bástenos como ejemplo caer en cuenta de que vivimos en un mundo lleno de
oportunidades y recursos, donde los avances de la ciencia, la tecnología, el conocimiento,
el bienestar, etc. han alcanzado niveles antes insospechados para la humanidad. Sin
embargo, son alarmantes los índices de insatisfacción, de conflictividad interior, de
sensación de vacío o de sinsentido en muchas personas,
aún teniéndolo aparentemente
todo. Más aún, este tipo de experiencias es más fuerte en algunos de los países altamente
desarrollados

Lo que sucede es que, sin desestimar los bienes que Dios mismo pone a nuestra
disposición, y sobre todo el bien más grande y maravilloso
que son las personas y el
amor, nada ni nadie tiene la posibilidad ni la capacidad de colmar nuestros más profundos
deseos, sino solamente Dios.

Así se los dijo el Papa Benedicto XVI a los jóvenes en Poller Rheinwiesen,
Colonia, el jueves 18 de agosto de 2005:

Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de
saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la
Eucaristía. Sólo él da plenitud de vida a la humanidad. Decid, con María, vuestro
“sí” al Dios que quiere entregarse a vosotros.
Os repito hoy lo que dije al principio
de mi pontificado: “Quien deja entrar a Cristo (en la propia vida) no pierde nada,
nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande”.

También el Papa Benedicto XVI, en su Viaje apostólico al Reino Unido, en la
celebración en el Colegio Universitario Santa María de Twickenham (London Borough of
Richmond),
el viernes 17 de septiembre de 2010 al dirigirse a los alumnos dijo:

Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo, pero, por sí
mismo, no es suficiente para haceros felices. Estar altamente cualificado en
determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no nos llenará de
satisfacción a menos que aspiremos a algo más grande aún. Llegar a la fama, no
nos hace felices. La felicidad es algo que todos quieren,
pero una de las mayores
tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la
busca en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera
felicidad se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras
esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito
mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios.
Sólo él puede
satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón
.

Iluminados por tan sabias enseñanzas de Su Santidad Benedicto XVI,
preguntémonos si somos realmente felices y en dónde estamos buscando la felicidad.
Confiemos en lo que Dios mismo nos dice en las Sagradas Escrituras: “Que el Señor sea
tu único deleite y él colmará los deseos de tu corazón” (salmo 37, 4)
.

Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza

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