El aspecto más distintivo del cristianismo sobre otras religiones es la encarnación de Dios en la raza humana. Las demás religiones se escandalizan del hecho de que Dios, en la persona del Verbo, haya asumido la carne. A diferencia de los templos católicos donde veneramos las imágenes de los santos, el islam, por ejemplo, no admite en sus mezquitas ninguna figura humana; los musulmanes representan la trascendencia de Alá con figuras geométricas. Para ellos afirmar que Jesús es Dios es decir una blasfemia.

Los gnósticos y las religiones orientales tampoco creen que la encarnación es posible. Piensan que Jesús es sólo un maestro, un iluminado, un yogui. Ven al cuerpo humano como la cárcel del alma. A través de una serie de reencarnaciones, el hombre debe hacer lo posible para liberarse de esas ataduras de la materia y fundir su alma en la conciencia cósmica universal, y alcanzar el nirvana.

Los cristianos protestantes y evangélicos, aunque creen en Jesucristo como Dios, tampoco toman en serio el misterio de la encarnación. Para ellos sólo la fe y la Biblia son los principios de la salvación, pero Dios nada tiene que ver con la materia de los sacramentos o con las imágenes. A los católicos nos acusan de idólatras por besar el altar, adorar la Hostia consagrada, ungirnos con óleos o creer en el poder espiritual del agua y de la sal bendita. Rechazan toda manifestación de Dios en la materia y así desfiguran el cristianismo, convirtiéndolo en una especie de gnosis bíblica, en un dualismo que separa el cuerpo del alma.

Lo más bello de nuestra espiritualidad cristiana-católica es reconocer justamente el amor que tiene Dios a la carne, y cómo la carne fue –y sigue siendo– vehículo para que Dios nos participe de su misma vida divina, y así santificarnos y salvarnos. Para el católico la carne es buena, pues “todo lo hizo bueno” (Gen 1,31). Y si el Verbo se hizo carne, nosotros, inspirados por Dios, confesamos a Cristo manifestado en la carne (1Jn 4,2); de lo contrario, el Espíritu de Dios no está en nosotros.

La separación del alma y del cuerpo es evidente en el mundo después de la revolución sexual que empezó en el siglo XX. El sexo comenzó a ser visto y tratado como mero objeto de placer, como actividad recreativa y lúdica. La pornografía, la fornicación, la prostitución, el voyeurismo y otros pecados como la fecundación in vitro o la renta de vientres, hacen esta separación. El cuerpo puede realizar actividades sexuales que son independientes del alma, y que no tienen por qué ser pecado; pero sabemos que este dualismo desemboca en la muerte, como lo enseña la evidencia.

El diablo quiere distorsionar la bondad de la creación, y quiere que veamos la carne o la materia como enemiga de Dios. Satanás se ha encargado de torcer y distorsionar todo lo que Dios hizo bueno; quiere que vivamos una vida en la que separemos el alma del cuerpo. Pero cuando el cuerpo y el alma se separan se produce la muerte. Ese es el propósito del Enemigo: llevarnos a la muerte. ¡Cuántas personas le dieron a su cuerpo todas las experiencias placenteras que quisieron y lo pagaron con una muerte prematura!

Nuestra cultura se ha quedado ciega para valorar bien el cuerpo y el sexo; no permite descubrir toda su belleza y valor. La solucNuestra cultura se ha quedado ciega para valorar bien el cuerpo y el sexo; no permite descubrir toda su belleza y valor.ión a la confusión imperante en un mundo sobresaturado de sexo, y a los graves problemas de identidad sexual que están afectando a niños y jóvenes, no radica en el rechazo al cuerpo sino en la redención del cuerpo. Si el diablo está distorsionando la bondad de la creación, incluidos el cuerpo y el sexo, Cristo Jesús viene a hacer que todo recupere su gloria, su esplendor y su valor. En Cristo aprendemos a vivir una vida integrada de alma y cuerpo.

Es hermoso ser cristianos católicos. Tenemos en Cristo –encarnado, muerto y resucitado–, una visión muy positiva de la materia, de la carne y de la sexualidad, que se vuelven, en Él, vehículo para nuestra salvación.

*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Pbro. Eduardo Hayen Cuarón

Ordenado sacerdote para la Diócesis de Ciudad Juárez, México, el 8 de diciembre de 2000, tiene una licenciatura en Ciencias de la Comunicación (ITESM 1986). Estudió teología en Roma en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum y en el Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia. Actualmente es párroco de la Catedral de Ciudad Juárez, pertenece a los Caballeros de Colón y dirige el periódico www.presencia.digital

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