Mientras la Iglesia católica insiste en que el derecho de las personas a emigrar por condiciones difíciles de
vida es un derecho de libre elección, los países receptores de migrantes (junto con los expulsores o de tránsito, como lo es México) se hacen de la vista gorda y despliegan alambradas y ejércitos para detener la desesperación de quien lo arriesga todo para “cruzar la línea”.

El fin del Título 42 en Estados Unidos motivó una situación de terror en la frontera norte de nuestro país. Tijuana, Juárez, Reynosa, Matamoros contemplaron escenas que los antiguos califican como “dantescas” (del “Infierno” de Dante Alighieri). Venezolanos, haitianos, salvadoreños, nicaragüenses, guatemaltecos y un largo rosario de nacionalidades, suplicando a los soldados desplegados en la frontera que los aprendan y los procesen y poder reunirse con sus familiares en Estados Unidos. Huyen de sus países… y huyen de México.

Habíamos visto escenas similares en el Mediterráneo y en Turquía o en Grecia, con los migrantes africanos y de Medio Oriente. Pero los veíamos tan lejos que se nos hacía un problema menor. Hoy están a nuestra puerta. Y solamente el espíritu cristiano podrá salvarlos. De hecho, es el único que los salvará.

Los soldados, las alambradas, las torretas aniquilan la esperanza nacida de la fraternidad. Los migrantes no, no son criminales (¿un niño de cuatro años con su llantita salvavidas para cruzar el Río Bravo es un peligro?).

Los migrantes son personas que quieren vivir como personas. Como tal deberían verlos los poderosos. Pero los ven como basura. ¡Qué tristeza de mundo!

Már artículos del autor: Las cuerdas que nos falta

*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Jaime Septién

Periodista y director del periódico católico El Observador de la actualidad.

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