Existen actitudes cobardes, ventajistas, oportunistas. La peor de todas (si en esto puede haber una escala) es la de acusar anónimamente a otros. Las redes sociales (a través de “granjas” de robots) han servido a los partidos políticos, a las naciones intervencionistas, a los malandrines de toda cepa, para ejercer esta dañosa actividad.
Lejos de ganarse la simpatía de la gente, lo que hacen es denigrar al adversario. Se trata de una forma innoble de ejercer la política. Si Pío IX decía que la política era el arte de la más excelsa caridad, lo que estamos viendo estos días de campañas es el arte –si se me permite la hipálage—de la más excelsa perversión. Apenas sucede un error, un trompicón de alguno de los “otros”, y viene la avalancha de denuestos e improperios, de burlas y de mentiras disfrazadas de “memes”.
Con la inteligencia artificial este asunto se magnifica hasta el extremo. Poner palabras nunca dichas en boca de quien no las pronunció pero que aparecen perfectamente como si fueran suyas; construir escenarios que nunca existieron, alimentar odios por declaraciones que no se dijeron jamás… Estamos en el momento en que la política se ha vuelto un basurero. Cabe todo.
¿Qué hacer? Replegarse en las grandes verdades. Las inmutables. Las de los valores que emergen del bien y de la belleza. ¿Es bello un discurso cuajado de mentiras? No. No lo es. No puede serlo. Tenemos que entrenarnos para captar lo valioso por sí mismo. Es decir, tenemos que ejercitarnos en la búsqueda de lo que permanece. Solo lo que permanece es digno de ser reconocido. Las nubes pasan, el cielo permanece, dicen los mongoles. Y dicen bien.
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