Cuando María dio a luz, un gran alivio llegó: finalmente el bebé había nacido, no en aquel paraje donde las contracciones se habían intensificado en tiempo y en duración, sino en aquella gruta que se usaba de establo, donde el olor a caca de vaca no importaba porque la dilatación hacia inminente la llegada del pequeño Jesús.
El cansancio del viaje y del parto hicieron que María, después de alimentar al bebé, buscara dormir un rato. Pero había una necesidad: ¿dónde recostarían al bebé?
José volteó y miró alrededor del establo que para ellos se había convertido en un hostal. De pronto fijó su atención en la paja que comían las vacas, y enfocó la mirada en el pesebre. Ni tardo ni perezoso, el santo varón tomó el pesebre con todo y paja, y lo acercó a donde ellos estaban.
María se había quedado dormida ya, con el bebé en brazos. José lo tomó con mucho cuidado porque en una de esas el chilpayatito-Dios podría despertarse, y con ello a la Madre.
Le dio un beso y lo recostó en el pesebre. Se sentó a un lado poniendo su mano sobre él, para que se sintiera acompañado, para que sintiera el calor de otro ser humano, de su papá.
Todo había sido prestado, el lugar donde había nacido el Salvador y el espacio donde pasaría su primera noche, el pesebre con la paja de las vacas.
Dios ha publicado un anuncio para este Adviento: Se buscan personas que sean como grutas y pesebres para acoger a quienes buscan paz y descanso en su caminar.
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