Recuerdo que cuando en mis tiempos de estudiante de filosofía tuve que leer algunos textos de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), me sorprendió muchísimo descubrir que, para este santo y sabio varón, una de las razones por las que el suicidio resultaba inaceptable era porque rompía los lazos que unen al individuo con la sociedad. Más que sorprenderme, esta manera de ver las cosas francamente me chocó.

Estaba de acuerdo en que el asesinato de uno mismo era algo moralmente reprobable; que se trataba de una acción que había que evitar aún en las situaciones más desesperadas, etcétera; lo que no lograba comprender era qué tenía que ver en ello la sociedad.

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Si mi memoria no me falla, mis pensamientos en aquella época discurrían más o menos por estos caminos: «Puesto que nadie se suicidaría si no se sintiera solo, la sociedad, de alguna manera, es culpable de esa muerte. ¿Por qué nadie va a buscar al desesperado para arrebatarle el arma que dentro de poco utilizará contra sí mismo? ¿Por qué nadie lo llama para preguntarle si se encuentra bien, si no necesita compañía o por lo menos una palmada cariñosa en el hombro? En la vasta ciudad en la que vive y sufre, nadie piensa en su pobre persona, nadie lo recuerda. ¡Y ahora resulta que es él quien corta los lazos, es decir, el que viola la ley! ¡Pues no, no y no! La razón debe ser otra, porque ésta me parece insuficiente además de injusta para con el desesperado».

Por aquel entonces, yo acababa de leer La caída de Albert Camus (1913-1960) y aún resonaban en mi interior algunas frases de ese monólogo admirable: «Sobre todo no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para saber si no es precisamente ésa la noche en que usted decidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos le telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo harán en la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa».

En el fondo, me decía a mí mismo, los culpables son siempre los otros por no llamarnos cuando deberían hacerlo. Por dejarnos solos tanto tiempo. ¡Que se diga que el suicidio atenta contra el amor debido a nosotros mismos, o, incluso, contra el amor que debemos a Dios, que fue quien nos dio la vida, pero no que atenta contra el amor de los demás: eso no, eso nunca!

Recuerdo haber dicho todo esto a mi viejo profesor de ética, que se me quedó mirando dolorosamente. Lo único que acertó a decirme fue una frase tomada del Evangelio: «Esto no puedes comprenderlo ahora, pero lo comprenderás más tarde» (Juan 13,7).

Sí, fue mucho más tarde cuando lo comprendí, y sólo después de haber escuchado la queja de muchos hombres y mujeres que no hallaban la manera de sobrevivir a sus muertos voluntarios. Casi todos ellos se mostraban ofendidos, ultrajados, llenos de desprecio: aquella muerte solitaria, silenciosa, los había matado a ellos también.

Otros artículos del autor: Pesadilla

Pienso, por ejemplo, en el caso de aquel padre de familia que se ahorcó en su recámara mientras en el cuarto de enfrente respiraban dos niños que se quedarían solos a merced de la vida. ¿No era justo pensar en ellos? ¿No era necesario que aquel hombre aceptara su desesperación como el precio que había que pagar para no dejar solos a aquellos seres que tanto lo necesitaban? Pero me temo que él pensó únicamente en su propia soledad y nada en la de aquellos a quienes mataría su ausencia. ¿No había sido demasiado egoísta?

Muchos años de una psicoterapia de pacotilla y cientos de miles de libros de autoayuda inspirados en ella nos ha enseñado a creer que lo primero que cuenta es nuestra persona, nuestros complejos y nuestra felicidad.

En la época en que su madre se estaba muriendo –cuenta William J. Doherty en su libro Soul Searching– una mujer estaba en terapia con un analista muy afamado, y cuando ésta le habló del deber de estar junto a su madre durante sus últimos días, el terapeuta le hizo esta pregunta:

«-¿Y qué cosa es su madre para usted en este momento?».

En otras palabras, ¿por qué sacrificarse por una madre, un padre, un hijo o un cónyuge? ¿Por qué pensar en ellos, si nuestro primer deber es para con nosotros mismos?

A veces pienso que, en cierto sentido, al insistir tanto en el yo y tan poco en el nosotros, la psicología ha acabado convirtiéndonos en hombres y mujeres profundamente egoístas y antisociales. Antisociales en el sentido de que los demás influyen cada vez menos a la hora de tomar las decisiones que supuestamente habrán de llevarnos nuestra tan anhelada «autorrealización». Pero se trata sólo de una sospecha, y no sé si será infundada.

Sea como sea, Santo Tomás tenía razón: el suicidio, aparte de ser un pecado (es decir, una grave ofensa al Dios de la vida), es también un rechazo de los demás, un desprecio que los hiere: es tomar, con respecto a ellos, una distancia infinita. 

El mundo ha dado vueltas, y ya no soy más aquel joven estudiante de filosofía que quería criticarlo todo. Ahora la vida me ha enseñado que no es prudente despreciar la sabiduría de los antiguos.

Recuerdo el caso de una mujer cuyo marido se había suicidado disparándose un tiro a la cabeza: ¡con qué rencor hablaba de él, con qué rabia! «Me ha dejado sola, sola», decía gritando. «¡Lo odio!».

Ahora el que miraba dolorosamente era yo. Así miraba a aquella mujer. Porque tenía razón, porque no se equivocaba, porque la habían dejado sola. ¡Ah, mi querido Santo Tomás, qué superficial fui yo en otro tiempo, con qué ligereza me tomaba yo tus profundas reflexiones!…

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe

P. Juan Jesús Priego

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