Dios había prometido a los israelitas salidos de Egipto una tierra que manaba leche y miel, pero a éstos las cosas no les quedaban muy claras. ¿Era de veras aquélla una tierra tan fértil como decía Dios? O, para decirlo de otra manera, ¿qué tanta miel manaba en realidad?, ¿y qué tanta leche? Y si, por el contrario, el lugar adonde se dirigían no era un oasis, ni un pequeño paraíso, sino más bien un territorio desértico y mediocre, ¿qué iban a hacer con sus vidas? ¡Ah, en Egipto no se lo pasaban tan mal, después de todo! ¿Por qué habían aceptado dejar lo seguro por lo incierto?
Poco después de atravesar el Mar Rojo, Moisés envió a la tierra prometida una docena de exploradores para que se informaran sobre el asunto y les contaran después, a él y a todo el pueblo, cuanto hubiesen visto y oído en aquellos lugares para saber a qué atenerse con respecto a ellos. Entre estos exploradores iba también Hosea, hijo de Nun, a quien más tarde Dios le cambiaría el nombre por el de Josué.
Durante cuarenta días recorrieron los exploradores el territorio, al cabo de los cuales regresaron con la lengua de fuera y con muchas cosas que contar, unas buenas y otras horribles. He aquí el informe que rindieron a Moisés tal y como salió de sus bocas:
“-Hemos entrado en el país a donde nos enviaste: es una tierra que mana leche y miel; aquí tenéis sus frutos. Pero el pueblo que habita el país es poderoso y tiene grandes ciudades fortificadas. En la zona del desierto habitan los amalecitas, en tanto que los heteos, jebuseos y amorreos viven en las montañas; los cananeos lo hacen junto al mar y junto al Jordán”.
El informe estaba dirigido a Moisés, como ya ha quedado dicho, pero no era sólo él quien lo escuchaba: a un lado de Moisés estaba todo el pueblo y éste se estremeció de terror. A todos les quedó claro que no iba a ser tan sencillo tomar posesión de aquella tierra.
Antes, a lo que parecía, debían realizar una labor de desalojo y no por cierto con palos y escobas. ¡El Señor y sus designios! ¿Por qué no les dio una tierra que manara leche y miel pero que además estuviese deshabitada? Esto hubiera sido mucho más fácil, y más sabio, y más prudente. Pero, en cambio, les daba una tierra que ya era de otros: algo así como si les hubiese prometido un rancho que ya tuviera dueño…
Uno de los que habían estado escuchando aquel informe tan lleno de malos presagios, movido por el Espíritu Santo, exclamó en medio de la asamblea:
“-Tenemos que subir y apoderarnos de ella (es decir, de la tierra). Estoy cierto de que podremos”.
Pero diez de los exploradores que habían estado allá no estuvieron de acuerdo con este optimista incorregible y contra-argumentaron así:
“-La tierra que hemos cruzado y explorado es una tierra que devora a sus habitantes; el pueblo que hemos visto en ella es de gran estatura. Hemos visto allí a verdaderos gigantes: a su lado parecíamos saltamontes, y así nos veían ellos”.
Al escuchar estas palabras los israelitas explotaron de terror, y empezaron a dar patadas en el suelo, a llorar, a gemir y a reprochar a Moisés por haberlos sacado de Egipto:
“-Ojalá –decían- nos hubiéramos muerto en Egipto o en este desierto; ojalá nos muriéramos ya de una vez por todas. ¿Para qué nos ha traído el Señor a esta tierra? ¿No sería mejor que nos volviéramos a Egipto?
Los pobres estaban francamente consternados. ¿Qué iba a ser de ellos? Dios, por supuesto, no les había hablado de esos gigantes; Él sólo les habló de leche y miel, como si todo fuese tan sencillo. Y lloraban todos, y pedían clemencia, y tiritaban de miedo. Al ver tanto llanto y alboroto, Josué, uno de los expedicionarios, dijo así en alta voz:
“-La tierra que hemos recorrido en exploración es una tierra excelente. Si el Señor nos aprecia, nos hará entrar en ella y nos la dará; es una tierra que mana leche y miel. Pero no se rebelen contra el Señor ni teman al pueblo del país, pues nos los comeremos”.
Eso de comérselos era sólo una metáfora, pero la idea quedaba clara. ¿O no? Sin embargo, el pueblo no sólo no quiso escuchar a Josué, sino que además deseó con toda el alma eliminarlo de una vez por todas. Y entonces la gloria de Dios apareció a la vista de los israelitas y se oyó una voz del cielo que decía:
“-¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo me creerán, con todos los signos que he hecho entre ellos? Voy a herirlo de peste y a desheredarlo… ¡Por mi vida juro que todos los hombres que vieron mi gloria y los signos que hice en Egipto y en el desierto, y me han puesto a prueba, ya van diez veces, y no me han obedecido, no verán la tierra que prometí a sus padres, y los que me han despreciado tampoco la verán” (Números 14, 11-23).
Y de esta manera, por haberse dejado impresionar por los pesimistas, los israelitas fueron condenados a vagar durante cuarenta años por el desierto…
Al leer este pasaje, el lector de la Biblia se pregunta: “¿Por qué Dios dio a los israelitas una tierra ya ocupada?”. La respuesta es simple: porque la tierra entera es del Señor y él se la da a quien quiere; además, aquellos pueblos paganos habían hecho lo que desagradaba al Señor, de modo que decidió quitárselas. Esta era la lógica divina, pero los israelitas no lo entendieron así. Mas no entremos en honduras y quedémonos con esta enseñanza: ya desde las primeras páginas de la Escritura, según puede verse, Dios reprueba el pesimismo, y hacer demasiado caso a los pesimistas es algo que se paga caro. ¿No tiene Dios el gobierno del mundo en sus manos? ¡Ah, únicamente los que confían en Él, haciendo oídos sordos a los negros presagios de los demás, llegarán lejos en la vida! Los demás, los desconfiados, siempre se quedarán a medio camino, en el desierto.
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