Columna invitada

Religiosidad popular, ¿cuál es la postura de la Iglesia Católica sobre ella?

La religiosidad popular es indudablemente un concepto polémico dada su ambigüedad y amplitud, de hecho, muchas veces es utilizado como término para designar ciertas prácticas religiosas minusvaloradas dada su distancia del ámbito oficial. Implica pues una disputa social de los lugares, tiempos y actos sagrados, así como de los beneficios materiales y de prestigio social que de ellos se derivan.

El propio término como tal nace en el seno de la Iglesia Católica para referirse a prácticas piadoso-devocionales que se ven con recelo -o al menos con atención especial- pues se considera que tienen un valor teológico debilitado por la introducción de elementos culturales locales filtrados en prácticas rituales que desafían la ortodoxia. Por ejemplo, el culto multitudinario a San Judas Tadeo o las mandas que la gente ofrece en promesa o pago por un favor de orden divino.

Por otro lado, la religiosidad popular se aprecia como patrimonio cultural compartido y –en muchos sentidos- provocado por la Iglesia. Sabemos que hay corrientes protestantes que en su quehacer proselitista, son poco dialógicas con los antecedentes culturales de los pueblos donde se insertan.

Desde esta perspectiva, es justo considerar, que el tesoro social que se resguarda en los complejos rituales populares en México, no hubiera sido posible si la praxis eclesiástica no hubiera permitido de una u otra forma esas negociaciones, cesiones y reinterpretaciones.

Se reconoce la autonomía cultural del sector popular, que al entablar puntos de relación con la instancia oficial asume su autoridad, pero incorpora elementos propios culturalmente valiosos -en su contexto específico- creando una vivencia religiosa local sui generis que -en muchos casos- descontrola las brújulas de los pastores ya que estas relaciones interculturales es más sencillo apreciarlas desde la particularidad existencial que desde la universalidad teórica.

Así pues, la religiosidad popular puede definirse como una práctica social local, valiosa en sí misma, que conserva un vínculo claro con la instancia oficial, aunque dicho vínculo no suprime la originalidad espontánea de esa cultura local, por lo que es muy permeable. En otras palabras podríamos repetir lo anterior en los siguientes términos: la religiosidad popular es una expresión religiosa particular que traduce culturalmente los elementos proporcionados por la instancia religiosa oficial, dando como resultado una reformulación local del cristianismo ampliamente significativa para los “locales” y extraña, exótica o herética para los “foráneos”.

A pesar de las distancias que pueda haber entre la religiosidad popular y la instancia oficial, la relación se mantiene y las partes conviven de continuo. El anterior pontífice romano –Benedicto XVI- expresaba en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en 2007, que la religiosidad popular es “un precioso tesoro de la Iglesia Católica donde aparece el alma de los pueblos latinoamericanos”. El mismo Pontífice escribiría una carta a los seminaristas en 2010, donde les exhorta:

Sabed apreciar también la piedad popular, que es diferente en las diversas culturas, pero que a fin de cuentas es también muy parecida, pues el corazón del hombre después de todo es el mismo. Es cierto que la piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el “Pueblo de Dios”.

Podemos considerar que la iglesia es un elemento clave en estos fenómenos y que no se puede simplemente desechar. La religiosidad popular pareciera ser un patrimonio cultural compartido, tanto por la iglesia como por el pueblo, barrio o colonia que sustenta sus prácticas rituales.

 

 

*Dr. Ramiro Gómez Arzapalo Dorantes es director del Observatorio Intercontinental de la Religiosidad Popular de la Universidad Intercontinental (UIC)*

Más del autor: Fiestas religiosas, patrimonio compartido entre Iglesia y pueblo de México

Dr. Ramiro Gómez Arzapalo Dorantes

Es director del Observatorio Intercontinental de la Religiosidad Popular de la Universidad Intercontinental (UIC).

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