Hay ocasiones en que presencias escenas que pudieran ser intrascendentes y sin embargo te impactan de tal manera que no puedes olvidarlas fácilmente porque han entrado en el corazón
Un fin de semana fui a desayunar con mis amigas y justo frente a mí, estaba una mamá con sus dos pequeñas. Durante todo el tiempo -que fue mucho- que estuvimos ahí, no les dirigió ni una palabra, ni una mirada, ni siquiera veía si estaban desayunando. Las niñas (aproximadamente de seis y diez años) sin nada que hacer, tampoco hablaban entre ellas, solo se miraban, observaban a la mamá, se acomodaban en la silla, recostaban la cabeza en la mesa, pero no se atrevían a interrumpir a su madre absorta en lo que parecía una charla por whatsapp.
A los pocos días en un restaurante volví a observar algo parecido: un papá con su hija, la niña daba un mordisco a la hamburguesa, se paraba, bailaba alrededor de la mesa, se ponía frente a su papá pidiendo su atención, pero solo lograba que, sin separar la mirada del celular, con la mano le indicara que volviera a su lugar.
Estos sucesos me dejaron una huella, de ninguna manera para hacer un juicio, que resultaría temerario, sobre la conducta o las razones de esos papás; pero que me permitieron reflexionar sobre algunas conductas que tenemos como padres, sin tener consciencia del daño que pueden provocar en los hijos.
Y es que no solo son los golpes, las palabras hirientes, los abusos y el abandono lo que puede lastimar a un niño; la indiferencia, es una de las formas más crueles de la violencia que no se ve, pero va creciendo con detalles del día a día que parecen inocuos y con heridas al principio imperceptibles pero que dejarán una enorme cicatriz en el corazón.
La indiferencia es una forma de violencia psicológica que, entre otras cosas, produce en el niño baja autoestima y destruye su integridad, los hace más vulnerables socialmente, provoca desobediencia a las normas establecidas, baja empatía y tolerancia con los demás. ¿Por qué la indiferencia hace tanto daño? Porque hace a la persona sentir que no es importante, no es valioso, que no existe.
Muchas veces los papás no somos conscientes del daño que provocamos en nuestros hijos. Ellos necesitan nuestro amor traducido en reconocimiento con palabras, sonrisas, miradas de aprobación; requieren de nuestro estímulo y nuestro tiempo para saberse valorados e incondicionalmente aceptados.
“Obras son amores” dice el viejo refrán. La próxima vez que prefieras usar el celular, abrir la computadora, ver la televisión, ignorando a tus hijos cuando te necesiten o en los tiempos de convivencia familiar, piénsalo dos veces y recuerda que la única actividad y profesión en que jamás serás sustituido, es en la de ser padres, y no puedes fracasar. El tiempo y las oportunidades pasan rápidamente, y el amor se traduce en hacer felices a quienes amamos.
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*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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