Me puse en días pasados a mover cajas y papeles: cajas que habían estado selladas desde hacía poco más de quince años, y papeles que desde entonces no había vuelto a ver. Lleno de la más honda nostalgia me puse a curiosear. ¿Qué había allí? Libretas escolares, trabajos de teología de cuando era aún seminarista, exámenes contestados con letra abigarrada e indescifrable, fotografías de cuando mi cabeza estaba todavía bien poblada, sobres timbrados que en otro tiempo me trajeron una carta, y un cerro enorme de hojas sueltas escritas a máquina por ambos lados…

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¡Quince años desde entonces! Cuando yo estudiaba en Roma, ya esos papeles estaban allí, prisioneros en su caja; y cuando regresé, tres años después, seguían estando allí. Tomé un mazo de hojas sueltas y me puse a recorrerlas con la mirada. En ese mazo estaba la homilía de la primera misa que dije como sacerdote. “Parroquia de Nuestra Señora de Tequisquiapan, 25 de junio de 1998”.

La leí de corrido y no pude no conmoverme ante aquella predicación inexperta, sí, pero desbordante de esperanza y gratitud a Dios por haberme llamado a su servicio.

“No conocemos los caminos de la Gracia –leí en voz alta-. Ni yo sé, tampoco, por qué Dios tuvo la gentileza de fijarse en mí. Tal vez mi vocación se deba a la plegaria de una anciana desconocida, arrodillada en una capilla lejana, que pidió a Dios que se dignara aumentar el número de sus sacerdotes. ¿Cómo saberlo? Quizá mi vocación haya nacido allí, en los labios de una viejecita a la que no conozco y que tal vez, incluso, ya haya muerto”.

Lancé un suspiro y seguí acomodando hojas. Pero la idea de que las oraciones de los demás realmente nos “afectan” (en el mejor sentido que pueda adquirir esta expresión) me trajo obsesionado todo el día. ¿Cómo es que puse esa frase por escrito? ¿Sabía yo mismo lo que estaba diciendo, o hablaba únicamente como la burra de Balaán que, mientras creía rebuznar, no hacía otra cosa que decir las palabras que Dios ponía en su boca?

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Todo el misterio de lo que los católicos llamamos “la comunión de los santos” estaba expresado en esta sola frase que ni siquiera recordaba haber escrito, y mucho menos pronunciado.

En aquel tiempo, por lo que puedo recordar, aún no había leído las Meditaciones de un solitario, de Léon Bloy (1846-1917), libro en el que puede leerse lo siguiente, y que yo leí hasta hace bien poco:

“Todo lo que podemos entrever, trémulos y en adoración, es el eterno milagro de un equilibrio infalible entre los méritos y los deméritos humanos, de tal manera que los pobres de espíritu son aliviados por los espiritualmente ricos y los temerosos compensados por los audaces. Todo esto sucede fuera de nuestro conocimiento, de acuerdo con la economía misteriosamente oculta de la afinidad de las almas. Un cierto impulso de la Gracia que me salva de un grave peligro pudo haber sido determinado por algún acto de amor que fue realizado esta mañana o hace quinientos años por una persona oscura, por un alma de quien tenía una misteriosa vinculación con la mía, que de este modo se ve recompensada”.

En este mundo de Dios nada es gratuito, nada es sin importancia. Yo rezo, y los frutos de mi oración –aunque yo no vea sus efectos, y aunque llegue a veces a creer que ni siquiera soy escuchado- alcanzan a los demás, a mis hermanos, en alguna carretera de Europa o en una ignorada aldea africana; éstos ni siquiera saben que existo, pero si hoy pudieron viajar tranquilamente o consolarse por la muerte de un ser querido, ha sido gracias a las plegarias de un alma desconocida para ellos. Y yo mismo, que he llegado esta noche a mi casa sin contratiempos, sin atropellar a nadie y sin ser chocado por otro auto que circulaba zigzagueante por la misma avenida, no sé si los peligros que me amenazaban mientras conducía no habrán sido atajados por la plegaria de un hombre o de una mujer que, en una cama de hospital,  ofrecen a Dios sus dolores por el bien del mundo.

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En Diálogos de carmelitas, la hermosa pieza teatral de Georges Bernanos (1888-1948), la pequeña Blanche de la Force se escandaliza al contemplar la muerte tan poco edificante de la priora del convento. ¿Cómo es que tiene tanto miedo de morir? ¡Y Blanche que pensaba que las religiosas, por el solo hecho de serlo, no tendrían miedo de nada! “¡Ah! –gime la priora mientras entra en agonía-. Llevo más de treinta años de profesión, doce de priorato. ¡Apenas he dejado transcurrir un minuto sin pensar en mi muerte, y todo ello ahora no me sirve de nada!”. Y también: “Estoy sola, absolutamente sola. Desconsolada. De mi espíritu surgen confortadoras ideas, pero son, también, fantasmas de ideas”.

Sí, pese a meditar todo el tiempo en la muerte, la reverenda madre tenía miedo de morir. ¡Qué buena pasada le jugaba su alma precisamente en los últimos momentos! Pero lo que Blanche nunca sabrá es que ha sido gracias a este miedo ofrecido a Dios lo que hará que ella, más tarde, suba al cadalso sin que le tiemblen las piernas y sin desmayos de pavor. No, la pequeña Blanche nunca sabría que las cosas de la Gracia suceden exactamente así. Suceden –decía Bloy- “fuera de nuestro conocimiento, de acuerdo con la economía misteriosamente oculta de la afinidad de las almas”.

Una mujer que ha visto correr a su marido a los brazos de otra, sigue en pie, derecha  y con la cabeza en alto. ¿Gracias a los sacrificios de quién ha podido sobrevivir a semejante pérdida con tanta dignidad? Ella nunca lo sabrá; pero, en todo caso, no habrá sido debido sólo a sus fuerzas.
Estamos más unidos los unos de los otros de lo que pareciera; en el fondo, estamos menos solos de lo que pensamos y menos abandonados de lo que creemos. Si hubiera que resumir en dos renglones la verdad de la comunión de los santos, con estos dos renglones serían más que suficiente.

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P. Juan Jesús Priego

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