Cuando tenemos la fortuna de ser padres, sin importar si se trata del primero, tercero o sexto hijo, o hija, el amor que despierta en nosotros desborda el corazón, deseamos siempre su bien y hacemos todo lo posible para que sea feliz conscientes de que cada hijo es una gran bendición.
En su camino a la madurez, quizá como papás no logremos evitarle sufrimientos, desencantos, peligros y adversidades, pero siempre, siempre, podremos acompañarle con nuestra oración constante y las bendiciones que pronunciamos, invocando para ella o él, la protección de Dios.
“Bendecir a un hijo es una oración” nos dice el Papa Francisco, y nuestra oración es lo único que podrá acompañarle por siempre con la certeza de que le hacemos un gran bien.
Los beneficios espirituales que podemos obtener para el hijo, son la primera y principal razón para bendecirlo, pero además le reafirma tantas veces como pronuncies la bendición, el sentirse amado, único y valioso para sus papás, para su familia y para Dios; no importa que pareciera distraído o quizá hasta molesto, tampoco si está ausente, las bendiciones tocarán su corazón y, llegará el día, en que con sencillez la pida, para sentirse protegido y acompañado espiritualmente en sus proyectos y quehaceres, o ante cualquier problema, preocupación o amenaza.
Desde el Antiguo Testamento podemos descubrir el poder de las bendiciones; esta hermosa práctica se ha transmitido de generación en generación en muchas culturas y familias. Pero bendecir a los hijos no es solo “una tradición antigua”, por el contrario, debiera ser una práctica imprescindible y constante de los católicos, con la certeza de que a través de nuestra oración que invoca la bendición de Dios sobre nuestros hijos, ellos quedarán protegidos de muchos peligros espirituales o materiales.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que “toda persona bautizada está llamada a ser bendición y a bendecir”.
La dulzura que contiene la bendición de los papás, nos da la oportunidad de aliviar las heridas que con acciones, palabras o desatinos, les hemos provocado a nuestros hijos.
Nos permite acariciar su rostro, su corazón y su alma, deseándoles lo mejor para ellos: la presencia y el cuidado de Dios en su vida.
Dar la bendición a un hijo o hija, es transmitirle la bendición de un Dios que le ama con ternura, que lo mira con infinita misericordia y que le ofrece paz y bondad.
Roguemos también al Señor la Gracia siempre para (aunque indignos) bendecir a cada hijo y que nuestro amor sea un leve reflejo del gran amor de Dios por él. “El Señor te bendiga y te guarde; el Señor te mire con agrado y te extienda su amor; el Señor te muestre su favor y te conceda la paz”. Números 6,22-27
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