El contacto con la violencia real o ficticia ha provocado una pandemia de insensibilidad. Para muchos educadores está resultando un esfuerzo, a veces extenuante, lidiar con los comportamientos violentos de sus alumnos, hijos, incluso de compañeros en el trabajo o en la comunidad donde se desenvuelven.

Para los encargados de administrar los recursos públicos, esta pandemia es motivo de reflexiones que superan el simple hecho de combatir la delincuencia y criminalidad por los medios de control social, sin entender que un factor cultural que deben sumar a su gestión, es comprender a fondo lo que significa una cultura de violencia instalada en el inconsciente de la sociedad.

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Muchos analistas insisten en que la violencia es multifactorial, éste fenómeno que se genera a través del ejercicio cotidiano identificado como delincuencia práctica, se alimenta con gran frecuencia de una especie de educación para ella.

No es sólo un fenómeno de actos criminales, fruto de carencias socioeconómicas, sino del ambiente que la promueve, a través de instrumentos de gran penetración.  Si la violencia se explicara sólo por las carencias socioeconómicas, quedaría instalada en las zonas donde éstas son más profundas.

La realidad es que, en todo tipo de ambientes sociales, en escuelas, universidades, municipios de cualquier fisonomía, se ha extendido este modo de convivencia.

La violencia verbal, que antecede a la violencia física, la psicológica entre padres-hijos, esposos o novios, no tiene marca de clase social, está extendida en toda la sociedad.

Hay otros lugares a donde tenemos que voltear para entender como se fomenta o se inhibe la violencia.  Pensemos en los otros factores que para algunos podrían ser secundarios o relativos. Pero una mirada más cercana nos podría dar una pista de hacia dónde podríamos apuntar para generar una acción más a nuestro alcance.  Y es que perdemos la conciencia de los efectos del contacto o consumo de la violencia. Nos referimos a los agentes culturales que abonan sistemáticamente a ella. Quizá estos agentes presentes sin que los percibamos con una clara conciencia son eficaces y persistentes cuando hablamos de la reproducción de la violencia.

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Si observamos bien notaremos que estamos presionados por la información de hechos reales o imaginarios sobre la violencia, que se magnifican a través de los medios de información, internet, televisión, prensa, o publicidad sensacionalista, que usan como recurso, para capturar la atención de las audiencias, exponiéndolas a imágenes, sonidos, tramas o campañas con un alto grado de violencia explícita o implícita.   La información se ha convertido en un recurso de alto impacto hacia el espectador, para atraer su atención y la mayor de las veces, lucrar en vez de informar objetivamente.

Nadie puede negar los hechos de violencia que hoy campean a lo largo del país, y que cada vez nos cercan y se acercan a nuestra vida cotidiana. Sin embargo, hay irresponsabilidad al magnificar, machacar o hacer de ello prácticamente el tema central de la información, las producciones para el entretenimiento, o aún para banalizarla en búsqueda de ganancias económicas.

Pero una cultura de violencia que se instala en una comunidad, sea ésta el hogar o la región, siempre traerá efectos degradantes. Los tres efectos científicamente comprobados frente a esta cultura son: la inmovilidad de los receptores o agraviados, que asumen que el entorno y el mundo son más violentos que la realidad, y por ello se inhiben o se paralizan.

El segundo efecto es, la imitación, razonando que es mejor ser victimario, que víctima.  Se anticipan y accionan con más violencia como mecanismo de protección.

El tercero, quizá el más peligroso, es la desensibilización.  Con ella cientos de jóvenes y personas se relacionan frente a los demás, sin que su conciencia les cuestione actos violentos, como si esta fuera natural. Vale la pena reflexionar que, por este camino no tenemos más que esperar una destrucción más acelerada del tejido social. Instalar una educación para la paz, desde la familia, la comunidad, la escuela, y sobre todo desde los medios de comunicación, se convierte en un prerrequisito de la salud social y la promoción auténtica del ser humano.

Esta Cultura de Paz, se logra si también hacemos conciencia a los que comunican y los que comunicamos, a través de cualquier plataforma, podemos construir intencionalmente contenidos que al tratar cualquier temática, impregnen en su estructura valores que destaquen lo más profundo de lo que puede elevar la convivencia humana, y la propuesta de una vida rica en oportunidades para caminar en este mundo en un lugar de paz  para nosotros y para “el próximo”, que también es un hombre en el mismo espacio vital.

*El autor es Presidente Nacional de A favor de lo mejor.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Francisco González Garza

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