Preparación de la clase de catecismo parroquial, diálogo entre el catequista y su incisivo alumno:
Hoy vamos a ver el tema de la Misericordia.
Catequista: Antes de juzgar a cada persona que se acerca a la Iglesia, primero debemos acogerla.
Alumno: ¿Cómo es eso?
-Recibirla, simplemente
– ¿Sea como sea?
– Sí, no importa su condición, blanco, moreno, pobre, rico, etc
– Aunque sea muy pecador,
– Sí, aunque lo sea.
– Mmmm…
– Solo el amor, convierte, transforma, recuerda. ¡Cuanto más grande es el pecado, mayor debe ser el amor que la Iglesia exprese de parte de Dios, hacia quienes se convierten o hacia quienes buscan convertirse!
– Muy bien. ¿Y luego de acogerla, sí se le puede juzgar, verdad?
– No, luego sigue, acompañar a la persona, y caminar con ella.
– Ah, ¿y luego sí se le juzga?
– Por supuesto que no, el juicio, pertenece sólo a Dios,
– Y si es muy pecador, ¿el juicio será tremendo, e implacable?
– Será un juicio, eso sí, pero un juicio de misericordia.
– Pero entonces, ¡si no juzgamos, qué chiste!
– Nuestra misión es solo acoger, acompañar y llevar a Dios.
– Creo que empiezo a entender…
– El juicio final que habrá para cada persona, será como el juicio hecho al apóstol Pedro por parte de Jesús, y su triple pregunta: – Pedro ¿me amas? (Jn 21, 15-19)…. A lo que el humilde apóstol, haciéndose eco de nuestra limitación y pequeñez humana le responderá: Señor, tú lo sabes todo, tú bien sabes que te quiero.
Al atardecer de la nuestra vida seremos juzgados en el amor, como decía San Juan de la Cruz.
Se trata a final de cuentas, de un juicio sobre el amor.
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