El hombre estimado señor, es un animal nostálgico. Véalo usted en una estación de trenes diciendo adiós a los que se van; véalo, sobre todo, agitar la mano derecha en señal de despedida. ¡Qué actitud más reservada adopta! ¿Y sabe usted cuál es la razón de su nostalgia? El tiempo, estimado señor: el tiempo. Caras que ayer eran luminosas, hoy lucen mortecinas y grises, como tardes de tormenta; pupilas que brillaban como el sol, hoy son estrellas apagadas; cabezas que suscitaban admiración por lo pobladas que estaban, hoy muestran con timidez la calavera que serán.

Lo que el amor había unido, el tiempo y la muerte lo separarán; lo que el destino había juntado, el tiempo se encargará de dispersarlo. ¡Ah, el tiempo: demoledor implacable de lo bueno y de lo malo! Y si esto es así, como puedo jurarle que lo es, permítame entonces aventurar una definición: la nostalgia es un rostro al que el tiempo ha herido.

Observe usted a aquel señor de la gabardina gris. ¿Podría usted decirme en qué piensa? Observe ahora su mirada: ¿no es francamente triste? Los suyos han partido en el último tren; ahora bien, ¿los volverá a ver algún día, alguna vez? He aquí la pregunta que creo adivinar en su semblante. Y, por lo demás, ¿no es ésta una pregunta legítima? Después de todo, como dijo el poeta, los vivientes de hoy no somos sino los sobrevivientes del día de ayer.

Apenas se han marchado sus seres queridos y ya quiere este señor estar con ellos. A este querer imposible es a lo que yo llamo nostalgia, que es –y tómelo, si quiere, por una nueva definición-el
sufrimiento de las lejanías. ¡Quién sabe cuánto temería nuestro hombre la llegada de esta tarde, el naufragio de esta hora! Hace una semana acaso se mostrara sólo pensativo, pues se decía: “¡Faltan aún siete días!”. Pero estos siete días han pasado ya, y aquella seriedad ha tomado hoy todos los rasgos de la tristeza.

Preguntarnos unos a otros cómo estamos es reconocer que el tiempo pasa como un huracán furioso, como un terremoto que todo lo devasta; es, en fin, el único saludo que dos mortales podrían permitirse: dos sobrevivientes de ayer que se encuentran hoy y que no saben si habrá un mañana en el que puedan encontrarse una vez más.

El tiempo no nos satisface, estimado señor, no puede satisfacernos. ¡Los humanos estamos hechos para otra cosa! Desde hace tiempo la izquierda y la derecha han dejado de interesarme; ahora lo único que me preocupa y a lo que dedico todos mis pensamientos son el arriba y el abajo. O, para decírselo a usted con otras palabras, lo Eterno. Lo que no es eterno –decía Ionesco, mi querido Ionesco- tampoco es real.

Ah, ¿pero me disculpa usted? Mi tren acaba de llegar y no tardará mucho en partir. Creo que no se detiene en cada parada sino los escasos treinta segundos que se necesitan para que un estudiante distraído suba por la puerta de adelante y una señora cargada con bolsas de mandado haga malabares para bajar triunfante por la puerta de atrás.

Así es, estimado señor. Tome en cuenta lo que le he dicho. Conocerlo ha sido para mí una
casualidad encantadora a la vez que deliciosa. Si alguna vez la vida vuelve a juntarnos no
sólo será un verdadero milagro, sino también un placer. ¡Adiós, mi buen amigo, adiós!

P. Juan Jesús Priego

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