En días pasados, mientras intentaban cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, un migrante salvadoreño y su pequeña hija murieron ahogados en el Río Bravo. La fotografía ha dado la vuelta al mundo, e incluso, el Papa Francisco ha manifestado su pesar por el trágico deceso.
Vi la foto y los reconocí de inmediato: ¡Son mis hermanos! Muertos a la orilla del Río Bravo, como tantos otros centroamericanos que mueren en territorio mexicano en su tránsito hacia los Estados Unidos.
Y se me hizo un nudo en la garganta.
¿Dónde está nuestra tradicional cortesía que nos lleva a decir “pasa, ésta es tu casa”?
¿Qué nos está pasando que cerramos nuestros puentes y construimos muros que impidan la entrada a nuestros hermanos a la antesala del paraíso?
¿Por qué nos hemos convertido en un infierno para los migrantes siendo nosotros mismos un país que produce migrantes?
Duele. Duele ver que los que buscan una vida mejor terminan por encontrar la peor de las muertes. Duele y remuerde la conciencia. Como si en nuestro interior resonara la voz del Padre que nos pregunta “¿dónde está tu hermano?”
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