Sabemos que la familia es el medio natural donde la persona se desarrolla, se forma en valores y se hace consciente de lo verdaderamente importante y trascendente; pero, sin duda, en las últimas décadas una de las tareas olvidadas por un gran número de padres ha sido educar y preparar a sus hijos en la fortaleza, virtud tan necesaria para afrontar la adversidad, el dolor y el sufrimiento, realidades a las que tarde o temprano todos enfrentamos.
Sin previo aviso, las enfermedades, la muerte, las ausencias, las pérdidas morales y físicas y las injusticias, se hacen presentes en mayor o menor escala a lo largo de la vida, abriendo heridas, dejando cicatrices en el corazón y profundas huellas en el alma.
El amor sin límites de los padres a sus hijos no podrá liberarlos de sus propias batallas y sufrimientos, pero sí los pueden preparar en el día a día, proporcionándoles lo necesario y enseñándoles poco a poco a sacrificar lo que no lo es, con el objeto de evitar un duelo mayor en el futuro.
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Más importante aún es el ejemplo; la actitud de papá y mamá ante el sufrimiento que, sin dejar de doler, puede desmoronar o empoderar a quien lo padece, ante sí mismo y ante sus hijos. No se trata de dar una imagen de perfección sino un testimonio de lucha constante. Las crisis personales o conyugales pueden convertirse en motivo de crecimiento para los padres y de aprendizaje para la familia si los trocamos en la sal y pimienta que adereza la vida diaria en la justa medida.
Pero la adversidad, sobre todo, nos hace acudir al Padre y a la Madre con la Fe, la confianza y la certeza de que Ellos saben y nos darán lo que nos conviene. “¿Qué tan grande será Dios que mi papá y mi mamá se arrodillan ante Él?”, esa será la lección para nuestros hijos.
Nadie estaba preparado para la crisis que hoy vivimos. El l mundo se ha paralizado y lo que hasta hace pocos días considerábamos importante, hoy no lo es. Nuestras luchas, nuestros trabajos, nuestros esfuerzos diarios hoy carecen de sentido, pues lo único realmente importante es proteger y conservar la vida.
Hoy, la Providencia nos pone en “cuarentena” en el único espacio en donde somos verdaderamente importantes: nuestra familia. ¿Estaban preparados nuestros hijos para la adversidad?, ¿estábamos nosotros preparados?… eso ya no importa. De cualquier manera, habremos de asumirla con mayor o menor dificultad, pero hoy tenemos la oportunidad de vivirla y hacernos mejores padres, mejores hijos, mejores hermanos, mejores abuelos, mejores vecinos, mejores ciudadanos y mejores personas, es decir, mejores cristianos.
Hoy, tenemos la oportunidad de demostrarnos cuánto nos amamos, preocupándonos por los otros, cuidándonos, protegiéndonos y venciendo los egoísmos; todas esas funciones de la familia que quizá habíamos olvidado.
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Los abrazos y besos efusivos y espontáneos debemos sustituirlos por un amor consciente y razonado que busca, antes que nada, el bien del otro; las caricias sensibles se vuelven a la distancia, caricias invaluables para el alma.
El coronavirus nos ha recordado el valor de la vida humana, nos ha hecho aquilatar la vocación de servicio y generosidad de médicos y personal de salud, que día a día se juegan la vida para salvar la de otros; nos ha permitido recordar que la Iglesia es Madre y como tal, sale al encuentro de sus hijos para que ninguno se sienta solo, cuidando su salud corporal, pero ante todo procurando nuestra salud espiritual y guiándonos para entender “los signos de los tiempos”.
El coronavirus nos ha mostrado la fuerza de la solidaridad social y nos ha permitido salir de nuestra visión egoísta para mirar el sufrimiento de los otros y hacer en consecuencia lo que a cada uno le corresponda.
Y nos ha dado la invaluable oportunidad de educarnos y educar a nuestros hijos para resistir la adversidad, para redescubrir el valor de la familia, disfrutar de lo sencillo y cotidiano de cada día, para entender que felicidad y sufrimiento no son antónimos, pero sobre todo para que padres e hijos nos arrodillemos ante nuestro Padre Celestial y nuestra Madre Auxiliadora de Guadalupe, agradecidos por fortalecer nuestras familias y pidiendo lo que nos conviene para el mundo y para México. No olvidemos nunca palabras de San Juan Pablo II:
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