Me invitaron a dar una charla a un retiro, sobre el tema de las “pérdidas”, y como no estaba muy familiarizado con el tema, me puse a investigar y encontré una muy bella página (https://pastoralduelo.org/), con hermosísimos textos, que sin la menor duda, utilicé, pues, desde la palabra de Dios, desde los testimonios de los santos, y sobre todo desde la poesía, abordaban esta dolorosa experiencia con genial hermosura.

El retiro reunía hombres y mujeres, que no solo habían experimentado el fallecimiento de un ser querido, sino también la pérdida de una relación, un trabajo, la salud física, emocional o espiritual. Y pedían consuelo, y palabras de sabiduría que les diera algún sentido.

Por lo que, desde la Palabra de Dios, abordamos primeramente esta difícil situación, de la mano del libro del Eclesiastés 3, 1-8, que nos dice, que hay un momento para todo: un tiempo nacer y otro para morir; un tiempo para sembrar, otro para cosechar…; y luego, siguiendo el evangelio de san Lucas y las cartas de san Pablo, nos dejamos iluminar, espléndidamente, con la luz de la esperanza y de la alegría por la resurrección, esto es, de la muerte vencida por Cristo, de la cual, gozaremos, todos los que morimos con él.

Compartimos, a su vez, que es importante pasar del dolor que sentimos, a causa de la separación del ser querido, a la necesidad de acompañar y consolar a quienes sufren y lloran.

Comprendimos la sana necesidad de derramar lágrimas y de no avergorzarnos de ellas, pues Cristo mismo no las rechazó: “Junto al sepulcro de Lázaro no reprendió a los que lloraban, ni prohibió el llanto; … “Y Jesús lloró”. (Jn 11,35).

Y la necesidad e importancia de sacar el dolor: «Estaba quebrantado y el dolor reprimido echó raíces profundas en mi interior; y se intensificó más, por no haberle permitido su desahogo. Lo confieso: el dolor me ha vencido. Debe salir fuera lo que sufro dentro. Sí, brote mi llanto. (San Bernardo de Claraval).

Y qué reparadoras son las lágrimas, que llegan a ser dulces; incluso el llanto es agradable; con ellas se apaga el fuego del alma y se desvanece, como si se relajara el ansia de ti». «¡Oh noches bañadas de llanto!» «Llorar orando es signo de virtud» (San Ambrocio).

Y vaya manera de expresar lo difícil que es manejar el duelo, en palabras de San Juan de Ávila:

«Saeta tan aguda para herir y tan dificultosa para salir».

Y no se diga, si le damos la palabra al gran W. Shakespeare, para hablar del dolor:

«El sufrimiento tapado es como un horno cerrado: arde y reduce a cenizas el corazón que lo encarcela» (Tito Andrónico, acto II, escena IV).

Finalmente, y sin poder dejar de citarlo, he aquí el medicinal texto, que nos enseña, cómo resignificar el dolor, como transformarlo, en las sabias palabras de Mateo Bautista:

«Es como entrar en un túnel, que al principio es oscuro y tiene un poco de agua; de a poco sientes que se te mojan los pies; aún está oscuro, el agua sigue subiendo y por el momento no se ve claridad, pero no te ahogas, porque en determinado momento y casi sin darte cuenta comienza la claridad y llega el tiempo en que pisas en seco. Claro que esto no es magia; es un proceso lento que necesita ayuda, para que las heridas sanen desde lo profundo hasta la superficie. Al principio duele, pero a medida que se trabaja sobre la muerte del ser amado el dolor se vuelve más calmo. Siempre duele, pero cada vez con más serenidad, hasta que un día aprendes a resignificar la vida, a darle un nuevo sentido». Duelos para la esperanza (San Pablo, Buenos Aires 2017).

Sirvan estas palabras, de incipiente remedio para adentrarnos al tema del acompañamiento en el duelo, y como gotas, que den algún alivio y reconforten el alma.

 

Más artículos del autor: Cae la noche
*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

 

Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola

Es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Monterrey.

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