Todos hemos puesto fechas fatales, plazos para cambiar, para ser de otra forma, para renovarnos como amigos, esposos, hermanos…
Pero casi siempre olvidamos la promesa que habíamos hecho, quizá a las pocas horas de haber llegado a la fecha fatal, propuesta más por capricho que por convicción.
En la Pascua renovamos nuestro bautismo. Se supondría que es la condición esencial para dejar atrás al hombre viejo. Lo hacemos con algún fervor y cierto entusiasmo. Ya para el lunes o martes de vacaciones, volvemos a ser los mismos de antes.
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Pasó una Cuaresma, una Semana Santa, un Triduo completo, la Procesión del Silencio, los oficios, la visita a las Siete Casas, la quema de Judas, los huevos del conejo para los menores, la octava… Y nada cambió.
Hace unos días, comimos en casa Maité (mi esposa) y yo con los padres Christopher Hartley y Prisciliano Hernández.
Una de las cosas que recuerdo mejor de la sobremesa fue la vehemencia del padre Christopher —secundado por el padre Prisci— en hacernos saber que todas esas prácticas, todas esas devociones, toda esa catolicidad, no sirven de nada si no hay un encuentro personal con Cristo.
Y a partir de ese encuentro la vida adquiere sentido. Me fío de alguien que no me abandonará jamás. En su Resurrección está la mía. Su nuevo comienzo es el mío. Sólo si estoy absolutamente compenetrado con Él, entonces durará la promesa de cambio. Si no, no llega ni a Pentecostés.
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