Cuando Jesús fundó la Iglesia, se la encomendó a san Pedro, a quien le dio las llaves del Reino de los Cielos y le dio autoridad para que lo que atara en la tierra quedara atado en el Cielo y lo que desatara en la tierra fuera desatado en el Cielo (ver Mt 16, 16-19). Así Pedro quedó constituido como el primer Papa de la historia. Pero él no gobernaba la Iglesia en solitario. Los otros Apóstoles recibieron de Jesús la encomienda de ir por todo el mundo, predicar el Evangelio y bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (ver Mt 28, 18-20).
Ahora bien, es obvio que la Iglesia debía continuar cuando murieran Pedro y los demás Apóstoles. Para asegurar la continuidad de la Iglesia a través de los siglos, los Apóstoles designaron hombres que los sucedieron, los ordenaron imponiéndoles las manos, y les dieron la potestad de ordenar a su vez a quienes los sucederían a ellos. Esta ordenación aseguró no sólo que al frente de la Iglesia estuviera siempre un sucesor de san Pedro, sino que los obispos, válidamente ordenados, fueran sucesores de los Apóstoles, con autoridad para gobernar, para enseñar, para impartir los Sacramentos.
Porque mantiene ininterrumpida la línea de sucesores de los Apóstoles.
Consideremos lo siguiente: en su Carta a los Romanos, san Pablo planteaba respecto al anuncio del Evangelio a quienes no lo conocían: “¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rom 10, 14-15). He aquí la clave: ser “enviados”. Desde que Martín Lutero inició la desbandada, muchos cristianos han abandonado la Iglesia Católica para fundar la suya propia, pero carecían de autoridad para ellos pues no fueron enviados ni válidamente ordenados. Hoy en día hay más de 40,000 denominaciones cristianas tan sólo en EUA, muchas fundadas por alguien que dijo que recibió un mensaje divino o que le habló un ángel o un extraterrestre o tan sólo se le ocurrió que no estaba a gusto en donde estaba y debía organizar una iglesia a su gusto. Amigos y conocidos suyos le creyeron, lo siguieron, y poco a poco se juntó más gente. Así empezaron casi todas las actuales denominaciones cristianas no católicas, ninguna de las cuales tiene sucesión apostólica.
Sus ministros han sido ‘ordenados’ por otros ministros, a su vez ordenados por alguien que realidad no tenía ninguna autoridad para hacerlo. Y si la ordenación no es válida, tampoco los supuestos ‘sacramentos’ que imparten.
La sucesión apostólica es importante también en relación con lo que se enseña a los fieles. Jesús prometió y envió al Espíritu Santo a guiar a Su Iglesia hacia la verdad, por lo que ésta tiene la autoridad para enseñar la verdadera doctrina y para interpretar sin error la Sagrada Escritura. En cambio entre los miembros de iglesias sin sucesión apostólica, cada uno interpreta a su modo la Biblia, y como ésta no es para interpretación privada (ver 2Pe 1,20), caen en errores y contradicciones.
La Iglesia Católica Apostólica Romana, también la Iglesia Ortodoxa e Iglesias Católicas Orientales.
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