Llovía y hacía frío. Se antojaba algo calientito. Puse sopa en un cacito.
Cuando empezó a borbotear la sopa en la pared interior del cazo, la serví. La probé. Como decía mi mamá, qepd: ‘estaba helada’.
Vacié la sopa en el cacito. Cuando le burbujeó el centro, la serví. La probé. Tibia.
Volví a vaciar la sopa en el cacito. Cuando empezó a borbotear, le di vueltas con una cuchara. Cesaron las burbujas. Así seguí hasta que borboteaba aunque le diera vueltas. Entonces la serví. ¡Estaba perfecta!
¿A qué viene esta disertación sopera (ojalá que no soporífera)?
A que mientras disfrutaba la sopita reflexioné en que lo que pasó con ésta aplica a la vida espiritual.
Hay quien parece entusiasmarse por las cosas de Dios al estar en contacto con alguien entusiasta, como un sacerdote estupendo, ciertos familiares o amigos, una buena comunidad eclesial, pero apenas termina ese contacto, el entusiasmo decae, se enfría.
También hay quien parece tener a Jesús en el centro de su vida, pero si ésta le da vueltas y vive dificultades, se desanima, se enfría.
¿Qué hacer para que no se enfríe el amor al Señor?
¿Cómo lograr y conservar un fuego como el que hacía arder el corazón de los Apóstoles? Imitando lo que hicieron: cultivar una relación personal con Jesús, dialogar con Él (implica no sólo hablar, sino escuchar), leer y reflexionar Su Palabra, recibirlo en la Eucaristía, dejarse amar por Él y amarlo, y descubrirlo y amarlo en los hermanos.
Sólo si Jesús ocupa el centro de nuestro corazón, lo calienta con Su fuego, lo colma de Su gracia, éste soportará todas las vueltas que le dé la vida, y nunca se enfriará.
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