AYER: Los primeros cristianos se saludaban y oraban con una palabra aramea muy especial: “Maranathá”, que significa sencillamente: “El Señor viene”. Con ella anhelaban el retorno glorioso de Cristo manifestando el centro de la esperanza, que consiste en que Dios sabe cumplir su promesa de salvación. Y aunque algunos mal entendieron el sentido de la parusía (es decir, de la segunda venida de Cristo) y se dieron a la holgazanería (de ahí el regaño del Apóstol San Pablo en 2 Tes 3,10), conviene seguir retomando el hermoso sentido de esa palabra muy apropiada para el Adviento.
HOY: Ya desde hace décadas se ha popularizado la corona de Adviento y ojalá no perdamos de vista que es una herramienta que puede favorecer nuestra plegaria y preparación para celebrar –renovados- la Navidad. Lamentablemente no faltará quien le dé un sentido casi supersticioso insistiendo en que “debe” estar bendita y reduciéndola a un mero adorno prenavideño. Se oye decir por doquier que las velas “deben” ser de tal color, y no tardará “una señora” que diga que no se “debe” usar la del año pasado (la tal señora seguramente vende coronas de moda).
SIEMPRE: Las diversas herramientas devocionales (rosario, imágenes, corona, velas, estampas) tienen su sentido cuando realizamos bien el trabajo central: encontrarnos con Jesús -personal o familiarmente- en la plegaria y en la acción en favor de los demás, particularmente quienes están más necesitados. Ten en cuenta que si la corona de Adviento o el novenario a la Virgen de Guadalupe no va más allá “de lo que hacen los escribas o fariseos” –recordando las palabras de Jesús- ciertamente no entraremos en el Reino de los Cielos. Bien podemos esforzarnos en gastar cien pesos en adornos para el altar de la Guadalupana (es bonita tradición), y otros cien en la medicina de algún enfermo que ha quedado desempleado es noble acción); bien diremos “¡Maranathá!” con posadas y adornos navideños mientras apoyamos a los migrantes y desplazados de su hogar (como si ellos fueran José, María y Jesús).
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