AYER: Las primeras comunidades cristianas estaban lejos de imaginar el futuro de lo que vivían con tanta entrega y emoción. Su día a día estaba marcado por enorme compromiso e intenso participación. Ni catedrales, ni procesiones, ni un extenso santoral o multitud de normas y tradiciones que se han acumulado con los siglos, entraban en su horizonte. Vivían un sabroso e intenso presente. El peso y cercanía de la predicación apostólica les impulsaba a mantener alta la cabeza y firme el corazón. Acaso una expectativa gozosa, y no más, les incendiaba el corazón y lo expresaban diciendo: ¡Maran athá!, ¡Ven, Señor!
HOY: Hemos construido las cosas que pedimos tales documentos y este o aquel curso para la celebración del sacramento; nos esmeramos preparando la fiesta parroquial con kermesse, adornos y liturgias rimbombantes; en planes y sistemas de pastoral invertimos horas, días, documentos, esquemas que nos parecen interminables; y en eso de jerarquías y dignidades no solo clérigos, también los laicos se ven contagiados de una nomenclatura y catalogación más propios de burocracia que de evangelio. Así somos: muy humanos.
SIEMPRE: Tiempos y circunstancias son diversos pero el espíritu ha de mantenerse el mismo. No podemos quedarnos anclados añorando el pasado y repitiendo –anquilosados- lo que otro tiempo fue. Sanamente hemos de asumir tecnologías, métodos y facilidades actuales sin perder de vista lo esencial, es decir, la construcción una comunidad de fe, signo y presencia del Reino de Dios, una familia amplia que no se limite a vínculos de sangre ni a simpatías socio-culturales. Si dejamos paso libre a la masificación perderemos la dulzura del encuentro humano. Si miramos con cuidado, Jesús atendía a las multitudes, pero reservaba tiempo y espacio para su círculo más cercano. Ojalá unos y otros logremos un equilibrio entre fe cálida y estructura humana, de modo que no nos coma lo funcional ni nos desarme lo meramente emotivo y superficial. El calor de lo primitivo y la oportunidad de lo actual.
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