AYER: El relato del primer homicidio en el libro del Génesis retrata sin par a tantos que le han sucedido: sin derecho alguno que pueda justificarse se priva de la vida a un igual. Es claro que Abel no cometió crimen ni ofensa; tan claro como que Caín generó odio por haber interpretado como abierto rechazo a su ofrenda, lo que no era sino libre preferencia por la de su hermano. Sin una valoración positiva de lo propio, terminó por ver como afrenta la bondad y aceptación de lo ajeno. Su envidia lo empujó -casi en automático- al homicidio. Abel murió sin culpa. Caín vivió con pena inmensa. La pregunta de Dios no deja de ser actual: “¿Dónde está tu hermano?”
HOY: Las tremendas noticias que llegaron desde Taxco durante la Semana Mayor nos dejan con el aliento suspendido; los detalles inenarrables nos distraen de tantos sucesos lamentables a lo largo y ancho de nuestra patria y el mundo: Caín sigue levantando la mano contra Abel. Y aunque la ley humana justifique llamando “pena de muerte”, no caben excepciones ante lo que viene a contradecir el mandamiento universal -finalmente divino- que dicta con toda claridad: “No matarás”. El anonimato de un linchamiento solo esconde de lo público (y muy mal) lo que en privado seguirá siendo perpetua condena que ninguna conciencia -aunque deformada- silenciará porque en ella se refleja -de un modo u otro- la voz de Dios.
SIEMPRE: Los vericuetos de todo homicidio jamás se quedan en lo privado e individual. Son reflejo de una sociedad o de una familia en donde falta el crecimiento en valores y principios, en respeto y justicia, en vínculos y solidaridad, hasta en falta de lo que se llama “estado de derecho”. Por donde le busquemos nos toparemos con una misma realidad: matar a quien sea es fratricidio. Y no nos escondamos alegando que ni el apellido compartimos o que acaso hasta tenemos patria y raza distinta, pues el hecho de compartir humanidad nos fraterniza por encima de leyes humanas o circunstancias históricas. Cristo resucitado dijo a Tomás: Trae acá tu mano y métela en mi costado. Son palabras que ayudan a ver la cercanía fraterna con todo hombre, que aunque no esté al alcance de mi mano, es mi hermano.
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