El origen del mole poblano se encuentra en los conventos de México. Y es que la cocina mexicana le debe muchísimo a nuestras monjas.
En la Nueva España, Puebla era la segunda ciudad en importancia, la segunda en dignidad, en nobleza, en letras y en política.
Sus conventos eran famosos. Pero si los coros ocupaban un lugar privilegiado en la vida de las religiosas, más aún la cocina.
Desde el siglo XVII, Puebla quedó inscrita en la Ruta de las Especias, que corría desde Filipinas hasta Acapulco, Zihuatanejo o San Blas.
De estas regiones venía hacia la Ciudad de México, y continuaba hacia Puebla y Veracruz, donde las especias se embarcaban para Europa.
En ese ir y venir de mercancías, una “pizca” se quedaba en cada punto, y los conventos -que alimentaban a mucha gente-, recibían de primera mano aquellas preciadas especias, con las que las monjas experimentaron en sus guisos.
Y mezclando el clavo, la canela y la pimienta con chiles ancho, mulato, pasilla y chipotle, fueron obteniendo un platillo único, que finalmente esparcieron con ajonjolí: el mole poblano.
La tradición señala que fue en el convento dominico de Santa Rosa donde la monja Andrea de la Asunción grito: “¡Eureka!”, al lograr tan sofisticado platillo, y se cuenta que uno de los primeros comensales fue el virrey Tomás Antonio de la Serna, quien quedó fascinado.
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