Aunque parezca increíble, del 5 al 14 de octubre de 1582, en Italia, Francia, España y Portugal nada ocurrió, no se registraron batallas humanas para contarse en los libros, no hubo tormentas ni lluvias pasajeras, no silbó el viento en ninguna esquina; ¡vamos!, nadie dijo nada, ni malo ni bueno, y no se escuchó trino de pájaro alguno.
Quienes se metieron en cama a dormir en la noche del 4 de octubre, despertaron el día 15 del mes. Nada, no se puede contar absolutamente nada de los días intermedios, simple y sencillamente porque no existieron. Esto no respondió a un fenómeno paranormal, sino a un cambio de calendario: en los mencionados países se dejó de utilizar el Calendario Juliano y se comenzó a utilizar el Gregoriano, pues el primero venía registrando un desfase de diez días, los mismos que se ‘pasó a tijera’ en el segundo para llevar una cuenta de los años que correspondiera a la astronómica.
La creación del Calendario Gregoriano ocurrió en virtud de que el Papa Gregorio XIII vio que el acumulado de días afectaría la fecha de la Pascua; para evitarlo, creó la llamada ‘Comisión del Calendario’, integrada por expertos astrónomos, a fin de corregir el problema.
El Calendario Juliano establecía la duración del año en 365 días y 6 horas, cuando en realidad debía ser de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos.
Mientras el Calendario Juliano se desfasó 11 minutos y 15 segundos por año -que al cabo de 1,600 años resultaron en 10 días-, el Gregoriano arrastra un día por cada 3,300 años. ¡Nada que hoy preocupe a nadie!
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