En la Misa, la liturgia establece que, además de hacer oraciones en común como asamblea, hay oraciones que el sacerdote –o bien, el diácono- hace en secreto. Su nombre litúrgico es precisamente ese “oraciones secretas”, y las hace quien preside la Eucaristía.
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Una de las razones de que estas oraciones se lleven a cabo de manera separada, es que, en virtud del sacerdocio sacramental, el celebrante no participa en la Misa como uno más, sino como intercesor de todo el Pueblo de Dios, preparando las ofrendas, purificándose, acercándose al altar y ofreciendo el Sacrificio santo del Hijo de Dios.
Por otra parte, el hecho de rezar individuamente mientras se celebra la Eucaristía, recuerda al presbítero o diácono que no son funcionarios, sino ministros de Dios. Le hacen presente su pequeñez, su condición de pecador y su necesidad de la gracia de Dios.
Es decir, las “oraciones secretas” sirven para combatir eficazmente cualquier tentación de endiosamiento que pueda hacer que el sacerdote se apropie de la gloria, confundiendo al Representado con el representante, pues se trata de una gloria que sólo puede tributarse a Dios.
Previo a la lectura del Evangelio
En esta parte, el celebrante dice en secreto:
“Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”.
Si el Evangelio lo proclama un diácono u otro celebrante, pide al celebrante la bendición en voz baja:
“Padre, dame tu bendición”.
El sacerdote responde: “El Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que anuncies dignamente su Evangelio en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Al terminar de proclamar el Evangelio, el sacerdote o diácono dicen igualmente en secreto: “Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados”.
Durante el ofertorio, el sacerdote eleva la patena con la hostia y dice secretamente:
“Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad, y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida”.
Enseguida, echa en el cáliz el vino y un poco de agua, y dice secretamente:
“El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”.
Posteriormente, eleva el cáliz y dice nuevamente en secreto:
“Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro”.
Finalmente, en un extremo del altar, el celebrante procede al rito del lavatorio de manos, y dice: “Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado”.
La inmixtión es el momento en que el sacerdote echa una pequeña parte de la hostia en el cáliz con el vino. En ese instante el celebrante dice en secreto: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna”.
En esta parte de la Misa, la oración secreta es: “Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable”.
Aquí el sacerdote dice en secreto: “El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna” y “La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna”.
Esta es la última oración secreta que pronuncia el sacerdote, en caso de que él haga la purificación de los vasos sagrados: “Haz, Señor, que recibamos con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos haces en esta vida nos aproveche para la eterna”.
Con información de InfoCatólica e Infovaticana
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