Vivimos en un mundo que se ha olvidado de Dios. Los cristianos en muchas ocasiones, sólo acudimos a Dios como el niño caprichoso se acerca a su papá para pedirle una golosina o un juguete, sin mayor parámetro que el deseo que pretende ser satisfecho de inmediato.
Le “rogamos” a Dios su ayuda para las soluciones que ya hemos prefabricado desde nuestra óptica humana y miope, que percibe como “el bien que nos conviene” aquello que solicitamos, y con la seguridad de que nuestros argumentos son suficientemente sólidos para mover su Corazón hacia nuestros intereses.
La crisis mundial que nos ha tocado vivir no sólo ha afectado los grandes sistemas; los templos cerrados, la imposibilidad de participar en Misa de manera presencial, de recibir los sacramentos, la suspensión de actividades pastorales, también han puesto a prueba nuestra fe.
Hoy tenemos la oportunidad de hacer un alto y descubrir que Dios ha estado siempre ahí, amoroso, paciente, esperando que le abramos la puerta de nuestro corazón que estaba cerrada por dentro, para deslizarse silencioso y hacernos sentir, desde lo más profundo, su infinito amor y su constante cercanía.
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Generalmente no es en lo extraordinario, sino en lo cotidiano, donde podemos percibir su amor. A veces a través de las personas que tocan nuestras vidas y, sin darse cuenta, nos llenan de paz, de esperanza o del consuelo que necesitamos.
Otras ocasiones lo descubrimos en aquella pequeña frase del Evangelio o los salmos, que nos hace vibrar al escucharla, y viene una y otra vez a nuestra mente como la respuesta que necesitamos, pero no buscábamos en ese momento.
También a Dios lo podemos encontrar en la sonrisa de un indigente, en la mirada de un anciano, en la llamada de un amigo en el preciso momento que la necesitábamos; en el esfuerzo constante del sacerdote que trasciende de las paredes del templo para servir a sus feligreses y en los obispos que, venciendo los obstáculos, están más cerca que nunca, acompañando a sus ovejas.
Se descubre su presencia en las salas de los hospitales, entre los pacientes que no pierden la alegría ni la fe a pesar de su sufrimiento, entre sus familiares que los acompañan llenos de esperanza y entre los doctores y enfermeras que se juegan la propia vida para salvar las de otros.
Hoy, las circunstancias nos han obligado a volver los ojos a lo verdaderamente importante y trascendente, y Jesús se hace presente con su Madre y su Padre, su propia Familia, en nuestra familia.
La vertiginosa prisa en la que vivíamos nos había hecho olvidar, cultivar y cuidar lo más valioso que poseemos: nuestro hogar, en donde se experimenta lo más parecido al amor de Dios: el amor y la aceptación incondicional de cada uno de quienes lo formamos. En la mirada confiada de los hijos que se saben protegidos y amados por sus padres está Dios, que con igual ternura se manifiesta y responde a las súplicas de los padres que lo invocan.
“¿De qué forma manifiesta Dios su amor? ¿Con las cosas grandes? No: mediante las pequeñeces, con gestos de ternura, de bondad. Se hace pequeño. Se acerca. Con esa cercanía, con ese empequeñecerse, Él nos hace entender la grandeza del amor. El grande se hace entender por medio del pequeño” (S. Santidad Francisco, homilía en Sta. Martha).
La manera en que Dios nos demuestra su amor siempre es una experiencia personal, porque así es su atención hacia nosotros, siempre individual, siempre íntima, siempre respetando nuestra libertad para aceptar o no sus susurros a nuestros oídos.
Y aquí está, sufriendo con nosotros estos momentos de dolor y desconcierto que no entendemos, pero que confiamos que Él que como Padre solícito y amoroso sabe lo que necesitamos y hace lo que nos conviene.
Como brisa que refresca el rostro son las caricias de Dios, llegan sin mayor motivo o razón que decirnos: “aquí estoy, y te amo”.
*Consuelo Mendoza García es ex presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia y presidenta de Alianza Iberoamericana de la Familia.
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