Esta semana me decidí a ver la película Roma, de Alfonso Cuarón. La peculiaridad de esta producción es la sencillez de mostrar la vida cotidiana de una familia citadina de clase media, en la década de los 70’s. En apariencia es un prototipo de familia, en donde se ve añadida una mujer indígena (Cleo), trabajadora del hogar, quien acompañará la trama entremezclando dos vidas y dos mundos diversos que logran conectarse.
Más allá de la desigualdad presente en el discurso de la producción, me llamó la atención la forma en que Cleo forma parte de la estructura familiar, como ha sucedido en muchos hogares, en donde no es simplemente la empleada, sino la confidente, la protectora, e incluso, la madre de los niños de la señora Sofía, quien ve desvanecerse el “matrimonio perfecto” que vivía.
Al final de la película se evidencia lo intuido: el amor y los sentimientos de una mujer que tal vez ha perdido mucho, pero ha encontrado un pequeño espacio, una nueva familia que, por circunstancias o por obligación, ha tenido que aceptar.
Miro en esta película la capacidad del ser humano de acoger a quien no está emparentado con él, y viene a mi mente cuando San Pablo pide a Filemón que reciba a Onésimo, un esclavo: “tal vez, él (Onésimo) se apartó de ti por un instante, a fin de que lo recuperes para siempre, ya no como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido” Flm 1, 15–16.
Título: Roma
Año: 2018
Director: Alfonso Cuarón
Distribución: Netxflix
Duración: 135 minutos
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