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Cielo y Tierra: Días del Padre

Alejandra María Sosa Elízaga

 

Si Jesús no nos hubiera revelado que Dios es Padre, jamás nos hubiéramos atrevido a considerarnos hijos del Todopoderoso, del que creó el universo entero y todo cuanto contiene, del que dice el Salmo 29 que Su potente voz es capaz de descuajar los cedros, y el Salmo 104 afirma que abre Su mano y sacia de bienes a todas las criaturas, pero si  retira Su aliento expiran y vuelven a ser polvo.

Hubiéramos estado, como tantos pueblos en todo el planeta a lo largo de los siglos, convencidos de que Dios era simplemente aterrador, por Su superioridad, Su fuerza, Su poder, Su capacidad de destruirnos en un instante.

Pero no fue así. Jesús nos enseñó no a tenerle terror sino amor a Su Padre; nos enseñó que no es un ser tan lejano, tan ajeno, tan por encima de nosotros que no le interesamos; nos invitó a llamarlo Papá, papi, papito, es decir, a dirigirnos a Él con el mismo amor, candidez y confianza con la que se dirige a su papá un pequeñito.

Qué conmovedor resulta salir a descampado y mirar hacia el cielo, y ser conscientes de nuestra insignificancia, pero a la vez, gozarnos en la certeza de estar en la casa, más aún, en las manos amorosas del Padre, que nos contempla con infinita ternura, sajando así la distancia entre nuestra pequeñez y Su grandeza.

Si buscas en una concordancia bíblica la palabra Padre, encontrarás unos de los textos más bellos de la Sagrada Escritura, especialmente en los Salmos y en el Evangelio según san Juan, y descubrirás que toda la Biblia, de principio a fin, nos habla, más aún, nos prueba, el amor eterno y paterno con que nos ama Dios, y todo lo que ha hecho por nosotros, para rescatarnos de la muerte y el pecado e invitarnos a pasar la eternidad a Su lado.

Saber que Dios es nuestro Padre, nos permite comprender que Su amor es total, gratuito, incondicional, pedagogo (pues no nos da todo lo que pedimos, sino sólo lo que nos conviene); que conoce nuestras incapacidades y por eso nos tiene inagotable paciencia, pero conoce también los dones y talentos que nos dio, nos ayuda a ejercerlos y espera siempre lo mejor de nosotros.

En el libro del profeta Oseas, Dios habla de la relación con Su pueblo, comparándola con la de un padre que se coloca detrás de su niño para enseñarle a caminar, tomándolo de los brazos, pero como éste no lo ve, cree que está logrando avanzar por sí mismo.

Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que Yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 10, 3-4).

Qué triste que Dios diga: “pero ellos no conocieron que Yo cuidaba de ellos”.

Me pregunto si lo dice también de nosotros, si nunca volvemos la mirada hacia Él, si nunca le damos las gracias, si somos como ese chiquito que aprende a caminar: una vez que ya nos creemos capaces de avanzar por nuestra cuenta, nos alejamos sin volver la vista atrás y ya no nos ocupamos de Él; si lo dejamos esperándonos, con la mesa puesta, en Misa cada domingo; si no apreciamos ni agradecemos los amaneceres y atardeceres que pinta para nosotros en el cielo cada día (por estar mirando el celular); si no valoramos todo lo que nos concede desde que amanece hasta que anochece, y si la oración que Jesús nos enseñó, sólo se nos ocurre rezársela en caso de temblor.

En este domingo, en que se festeja el ‘día del padre’, qué bueno sería recordar que toda paternidad proviene del Padre, y que es a Él a quien primero hemos de agradecer y festejar, pero no sólo un día, todos los días.

 

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