El día que mi maestro de historia, en la secundaria, nos habló del rey Mitrídates VI, quien solía tomar un poco de veneno para protegerse de no morir envenenado, sentí algo horrible en el estómago, como si yo estuviera sintiendo lo mismo que sentía ese rey: miedo a ser envenenada.
Ya en la universidad, un día mi novio me hizo una pregunta que no me gustó, pero que me ayudó a ir entendiendo mi vida emocional: “¿Por qué tú siempre ves todo negro, oscuro, malo, como si todos te quisiéramos hacer daño?”.
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Pensé en el rey Mitrídates VI, en cuya época se mataban incluso entre familiares; todos tenían que cuidarse las espaldas.
Una tras otra, comenzaron a llegar a mi cabeza una cantidad impresionante de frases que a lo largo de mi vida había escuchado de mi madre. Y enlisto algunas:
Es cierto que las cucharaditas de veneno que me tomé en la convivencia con mi madre no me mataron, porque poco veneno no mata; pero me trajeron consecuencias: vivía pensando que todo en las relaciones estaba lleno de traiciones, y es que me fui saturando de aquellas cucharaditas que me dejaron la mente y el alma envenenadas.
Hay palabras que ‘envenenan’ el alma. La llenan de:
INSEGURIDAD: Dificultad para fiarse de alguna señal de afecto.
PARANOIA: Sensación extrema de persecución.
DESCONFIANZA: Idea de que se está en boca de todos.
IRRESOLUCIÓN: Dificultad para iniciar relaciones amorosas.
RECELO: Idea de que en todo mundo hay falsedad.
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